en el rocío de la mañana,
sucio y fresco, el melón embarrado.
(Basho)

****
la sensación de tocar con los dedos
lo que no tiene realidad —
una pequeña mariposa.
(Buson)

martes, 19 de julio de 2011

Centro Cultural Rojas - Curso Cómo hacer cosas con palabras Prof. Carlos R. Luis

Diccionario del argentino exquisito (selección)
Adolfo Bioy Casares
*

Prólogo
(…) Para que nos admiren por la riqueza de vocabulario, molestamos al lector con palabras que no entiende, pero que son rebuscadas, como deleto por borrado, aguardo por espera, idóneo por útil, precipitación por lluvia; o que están fuera de lugar, como corcel junto a gaucho. Para alcanzar la admiración por el manejo de palabras exactas se engendran fealdades complicadas, como microexperiencias ferrourbanas (…) Para dar más prestigio a una acción, para conferir un ascenso (nominal, siquiera, a una persona o una cosa (como cuando llamamos cabo al vigilante que nos hace la boleta) o nada más que por afición a la pompa, echamos mano de optimizar, consubstanciados, los recaudos que hacen a mi función, empleado de casa de renta, con mi proverbial modestia me retiré a mis aposentos. Porque somos extremadamente exquisitos preferimos equívoco a error, subsiguiente a siguiente, disenso a desacuerdo. Descienda por la parte trasera a Baje por atrás (he leído los dos letreros en el mismo colectivo; el simple, en letras pintadas, y el exquisito, en el aviso de una agencia de publicidad).

(…) Acudo al diccionario de la Academia y encuentro al azar: bobillo, blasmar, estique, estiván, latria, launa, marcola, mastagón, masticino, nuégano, opugnar, palabrimujer, pañizudo, rucho, sucoso. ¿Quién introducirá esas palabras en una página, no paródica, sin que se noten como escritas en tinta colorada? El senador fulano de tal, probablemente, si las descubre en este prólogo…

(…) Mis reparos al empleo de estas palabras, desde luego se refieren al idioma escrito (los discursos y los comunicados a la prensa por lo general se escriben). ¿Quién soy yo para censurar a nadie porque de vez en cuando recurra a una de ellas en la conversación? Me ha parecido siempre que al hablar somos todos malabaristas, más o menos habilidosos. A un tiempo hay que pensar, elegir las palabras, ordenarlas en oraciones que fluyan con naturalidad, que respeten la sintaxis y que sirvan a nuestros fines. (…) Cada cual repite los términos que recuerda en el momento.

(…) La vena satírica del librito me indujo a incluir en sus páginas algunas voces que si no pertenecen a la jerga del título, comparten con ella una incomprensible popularidad en el país. Encontrará, así, el lector argentinismos difundidos como familiar por pariente, los vocativos mamá, papá, mami, papi, aplicados por los padres a los hijos, piloto por impermeable, la expresión de novela y otras. Como los límites de las jergas no son precisos, también pudo deslizarse alguna palabra del lunfardo; o algunas palabras de las usadas por ciertos grupos, tal vez tan notorios como efímeros, de muchachos de nuestras ciudades. Acerca de los chetos (uno de esos grupos) y de su vocabulario, he leído un valioso estudio de Carlos Serrana, Enrique de Rosa y Carlos Rodríguez Moreno.

Entradas del diccionario


Parámetros:
Palabra de la geometría, que usan y tal vez entienden nuestros políticos, funcionarios, etcétera. “Aunque me tenía mareado con tanta reestructuración y tanto parámetro, comprendí que me largaba duro.” (Nogueira, Nostalgias de un postulante.)

Pareja:
Conjunto de dos personas que hacen vida conyugal. “¿Cómo vive usted su pareja?” (Encuesta para la erección de un consultorio psicosociológico.) Cada una de las personas que forman pareja. “Yo diría que el gran drama nacional es el del pobre aficionado cuya pareja no desea el triunfo del mismo cuadro.” (Aldini, Fútbol con soda. Cincuenta años en la tribuna.)

Operar:
“Hunt deberá esperar que se reacondicione el chasis del fiel M23, con el que este año operó en Buenos Aires y San Pablo.” (Noticia de una agencia periodística, Buenos Aires, 23 de febrero de 1977).

Odontólogo:
Mejor que dentista (para el exquisito, se entiende).

Chinelas, hawaianas, ojotas:
Palabras finas, de zapatería. “He descubierto que para ciertos vendedores, el significado de la palabra zapatillas es misterioso.” (G. White, Curioseando en Buenos Aires y en Mar del Plata, Ediciones del Jacarandá, 1971.)

Perfecto:
Expresión de asentimiento. Véanse los sinónimos Correcto, Exacto, Regio, Fenómeno.

—¿Puedo verte mañana?
—No.
—Perfecto. ¿Pasado?
—No.
—Perfecto. ¿Puedo llamarte?
—No.
—Perfecto.

Recepcionar:
Recibir, acoger. “Mi patrona, o sea mi ex patrona, me recepcionó en el comedor de diario, o sea en la cocina.” (Enrique Longueira, Tribulaciones de un divorciado, Buenos aires, 1976.) “Usted ya recepcionó su licencia habilitante actualizada.”) Mensaje al pasajero, de la Dirección de Transporte de Papas, o sea de Tubérculos, Buenos Aires, 1979.)

Recupero:
Palabra escasamente exquisita, vinculada a tripas y otros desechos de carnicería, cuando no a las finanzas y a la usura. Bocas exquisitas no la eluden.


* Buenos Aires, Emecé, 1978. Primera edición, 1971.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Peter Bichsel*
Una mesa es una mesa

[En Kindergeschichten (Historias de niños), Colonia, 1966. Traducción de Carlos R. Luis]


Quiero contarles sobre un viejo, sobre un hombre que no dice una sola palabra, que tiene un rostro cansado, demasiado cansado como para sonreír, para enojarse. Vive en un pueblito, al final de la calle o cerca del cruce. No vale la pena describirlo, casi no se diferencia de los otros. Lleva una gorra gris, pantalones grises, un saco gris y, en invierno, un abrigo gris.

En el piso de arriba de la casa está su pieza; tal vez estuvo casado y tuvo hijos, tal vez vivió antes en otra ciudad. Seguro fue niño alguna vez, pero en un tiempo en que los niños eran vestidos como adultos. Así se lo ve en el álbum de fotos de la abuela. En su pieza hay dos sillas, una mesa, una alfombra, una cama y un ropero. Sobre una mesita hay diarios viejos y el álbum de fotos, en la pared cuelga un espejo y un cuadro.

El viejo hacía un paseo por las mañanas y un paseo por la tarde, cambiaba unas pocas palabras con sus vecinos, y al anochecer se sentaba en su silla.

Era siempre igual, también los domingos era así. Y cuando este hombre se sentaba junto a la mesa oía el tic-tac del reloj, siempre el tic-tac.

Entonces vino un día especial, un día de sol, no caluroso, no demasiado frío, con cantos de pájaros, con personas amables, con niños que jugaban. Y lo especial era que todo eso al hombre, de repente, le gustó.

Pensó: “Ahora todo va a cambiar.” Desabrochó el primer botón de la camisa, se quitó la gorra, apresuró el paso, hasta balanceó las rodillas al andar. Llegó a su calle, saludó con la cabeza a los niños, entró en su casa, subió la escalera, sacó la llave del bolsillo y abrió la puerta.

Pero en la pieza todo estaba igual, una mesa, dos sillas, una cama. Y cuando se sentó oyó de nuevo el tic-tac, y toda la alegría se le fue, pues nada había cambiado.

Le dio una enorme rabia.

En el espejo vio cómo su cara se ponía roja, vio cómo sus párpados se apretaban; después sus manos se cerraron en dos puños, las levantó y golpeó con ellas sobre la mesa, primero un golpe, luego otro, mientras gritaba y gritaba:

“¡Tiene que cambiar, tiene que cambiar!

Y ya no oyó el tic-tac. Las manos le dolían, la voz le fallaba, entonces volvió a oír el reloj, y nada cambiaba.

“Siempre la misma mesa”, dijo el hombre, “las mismas sillas, la cama, el cuadro. Y a la mesa le digo mesa, al cuadro le digo cuadro, la cama se llama cama, y a la silla se le dice silla. ¿Pero por qué?” Los franceses llama lit a la cama, a la mesa table; dicen al cuadro tableau y a la silla chaise y se entienden. Y los chinos también se entienden.

“Por eso la cama no se llama cuadro”, pensó el hombre y sonrió, después rió, rió hasta que el vecino golpeó en la pared y gritó “¡silencio!”.

“Ahora va a cambiar” gritó él, y en adelante dijo “cuadro” a la cama.

“Tengo sueño, me voy al cuadro”, dijo, y a la mañana se quedó un largo tiempo en el cuadro y pensó cómo llamaría ahora a la silla, y la llamó “reloj”.

Se levantó, se vistió, se sentó en el reloj y apoyó las manos en la mesa. Pero la mesa ya no se llamó mesa, se llamó alfombra. Así, de mañana el hombre dejó el cuadro, se vistió, se sentó junto a la alfombra, sobre el reloj y pensó cómo llamaría a cada cosa.

La cama se llamó cuadro.
La mesa se llamó alfombra.
La silla se llamó reloj.
El diario se llamó cama.
El espejo se llamó silla.
El reloj se llamó álbum.
El ropero se llamó diario.
La alfombra se llamó ropero.
Al cuadro le dijo mesa y al álbum de fotos, espejo.

Entonces: de mañana el viejo se quedó más tiempo en el cuadro, a las nueve sonó el álbum, el hombre se levantó y se paró en el ropero para no tener frío en los pies, después sacó su ropa del diario, se vistió, se miró en la silla de la pared, se sentó en el reloj junto a la alfombra y hojeó el espejo hasta que encontró la mesa de su madre.

Eso le pareció divertido y practicó todo el día y fijó las nuevas palabras. Ahora todo tenía otro nombre: él ya no era un hombre sino un pie, y el pie era una mañana y la mañana un hombre.

Ahora ustedes podrían seguir solos con la historia. Y podrían, como lo hizo el hombre, cambiar también las otras palabras:

sonar quiere decir pararse,
tener frío quiere decir mirar,
acostarse, sonar,
sentarse, tener frío,
pararse, hojear.

De modo que: de hombre el viejo pie sonó largo tiempo en el cuadro, a las nueve se acostó el álbum, el pie tuvo frío y se hojeó en el ropero, para no mirar en las mañanas.

El viejo compró cuadernos azules y los llenó con las nuevas palabras, con lo cual tuvo mucho que hacer y se lo vio muy poco en la calle.

Después aprendió las nuevas designaciones de todas las cosas y se olvidó cada vez más de las correctas. Ahora tenía un nuevo lenguaje, que sólo a él pertenecía.

De cuando en cuando soñaba en el nuevo lenguaje, y se traducía a su idioma las canciones de la época de la escuela y se las cantaba a sí mismo en voz baja.

Pero pronto se le hizo difícil la traducción, había casi olvidado su antiguo lenguaje y tenía que buscar las palabras correctas en sus cuadernos azules. Y tenía miedo de hablar con los otros. Debía pensar mucho para recordar cómo llama la gente a las cosas.

A su cuadro la gente llama cama.
A su alfombra la gente llama mesa.
A su reloj la gente llama silla.
A su cama la gente llama diario.
A su silla la gente llama espejo.
A su álbum la gente llama reloj.
A su diario llaman ropero.
A su ropero, alfombra.
A su mesa llaman cuadro.
A su espejo, álbum.

Y llegó al punto de que el hombre se reía cuando oía hablar a la gente.

Sólo podía reírse cuando oía decir a alguien: “¿Vas mañana al partido?” O cuando alguien decía: “Ya hace dos meses que llueve.” O cuando oía: “Tengo un tío en América.”

Sólo podía reírse, porque no entendía nada. Pero esta no es una historia divertida. Empezó triste y termina triste.

El viejo del abrigo gris ya no podía entender a la gente, eso no era tan terrible.
Mucho peor fue que ellos ya no podían entenderle.
Y por eso no dijo más nada.
Callaba,
sólo hablaba consigo mismo,
ya no volvió a saludar.


* Lucerna, Suiza, 1935.

jueves, 21 de octubre de 2010

El juego de cartas
Peter Bichsel (Lucerna, Suiza, 1935-)

El Sr. Kurt no dice nada. Se sienta y observa el juego. Los otros cuatro ponen sus cartas sobre la mesa, los ases y los reyes, los ocho y los diez, las rojas con las rojas y las negras con las negras.

El Sr. Kurt bebe su cerveza templada. Su vaso está dentro de un recipiente cromado con agua caliente. De tanto en tanto, lo levanta cuidadosamente, deja escurrir el agua. Muchas veces lo aparta sin beber, porque está observando el juego.

El Sr. Kurt tiene su lugar en la mesa, nadie sabe desde cuándo ni por qué. Pero a las cinco está allí, saluda cuando es saludado, ordena su cerveza y le traen junto el agua caliente.

A las cinco también están allí los otros, los cuatro, y juegan a las cartas, no siempre los mismos cuatro; los lunes gente más joven, los martes, gente de comercio, los viernes cuatro antiguos compañeros de colegio, promoción 1912, y el resto de los días de la semana, otros cuatro cualquiera. En la punta de la mesa siempre se sienta el Sr. Kurt. Toma una cerveza y se queda hasta las siete. Si el juego está interesante, se queda un cuarto de hora más; nunca se va más tarde que eso.

En el local también se sientan otros, pero ninguno va todos los días. Ni siquiera el patrón está todas las tardes, y la moza tiene franco los miércoles.

El Sr. Kurt no despierta la curiosidad de nadie; sin embargo, en años se ha hecho conocido. En la agenda del patrón está, en el 14 de julio, “Sr. Kurt”. Ese día es su cumpleaños, el Sr. Kurt recibe su cerveza gratis. El patrón no se acuerda de cómo sabe el día del cumpleaños del Sr. Kurt. No es algo que se pueda preguntar al Sr. Kurt.

Después del juego, los cuatro ponen las cartas sobre la mesa, toman el lápiz y cuentan juntos; los perdedores pagan la cuenta.

Luego entran en una discusión sobre reglas y tácticas, se hacen mutuamente reproches y calculan qué hubiese pasado si alguien hubiese tirado el rey después y el diez primero. El Sr. Kurt asiente con la cabeza o hace un gesto de desacuerdo. No dice nada.

Si el Sr. Kurt no conociera las reglas del juego de cartas, en toda su vida no vería más que cartas rojas o negras. Pero conoce las cartas y conoce el juego. Es muy probable que lo conozca.

En el entierro del Sr. Kurt se sabrá todo sobre él, la causa de muerte, su edad, su lugar de nacimiento, su oficio. Tal vez la gente se sorprenda. Y después, porque es inevitable, un jugador dirá que extraña al Sr. Kurt. Pero eso no es verdad, el juego tiene reglas totalmente definidas.

jueves, 29 de julio de 2010


Fernando Pessoa o Bernardo Soares: del Libro del desasosiego
(Nº 262. Traduje de la edición organizada por Richard Zenith, São Paulo, Companhia das Letras, 1997. Imagen: Wu Guan Zhong, "Piedras")

Llegué hoy, de pronto, a una sensación absurda y justa. Me di cuenta, en un relámpago íntimo, de que no soy nadie. Nadie, absolutamente nadie. Cuando brilló el relámpago, lo que supuse ser una ciudad era una planicie desierta; y la luz siniestra que se mostró a mí no reveló que arriba hubiese un cielo. Me robaron el poder ser antes que el mundo fuese. Si tuve que reencarnarme, me reencarné sin mí, sin haber reencarnado.
Soy los alrededores de una ciudad que no hay, el comentario detallado de un libro que no se escribió. No soy nadie, nadie. No sé sentir, no sé pensar, no se querer. Soy una figura de una novela por escribirse, que pasa aérea, y deshecha sin haber sido entre los sueños de quien no me supo completar.
Pienso siempre, siento siempre; pero mi pensamiento no contiene raciocinios, mi emoción no contiene emociones. Estoy cayendo, después de la trampa de allá arriba, por todo el espacio infinito, en una caída sin dirección, infinita y vacía. Mi alma es un maelstrón negro, vasto vértigo rodeado de vacío, movimiento de un océano infinito en torno de un agujero en nada, y en las aguas que son más girar que aguas flotan todas las imágenes de lo que vi y oí en el mundo – van casas, caras, libros, cajas, rastros de música y sílabas de voces, en un remolino siniestro y sin fondo.
Y yo, verdaderamente yo, soy el centro que no hay en todo eso, salvo por una geometría del abismo; soy la nada en torno de la que este movimiento gira, sólo para que gire, y ese centro existe sólo porque todo círculo tiene uno. Yo, verdaderamente yo, soy el pozo sin muros pero con la viscosidad de los muros, el centro de todo con la nada alrededor.
Y es, en mí, como si el infierno mismo riese, sin la humanidad de diablos que ríen, la locura graznada del universo muerto, el cadáver rodante del espacio físico, el fin de todos los mundos flotando negro en el viento, disforme, anacrónico, sin dios que lo hubiese creado, sin él mismo que está rodando en las tinieblas de las tinieblas, imposible, único, todo.

¡Poder saber pensar! ¡Poder saber sentir!

Mi madre murió muy temprano, y no llegué a conocerla…

miércoles, 30 de junio de 2010


Fernando Pessoa
(Lisboa 1888-1935)

Dadme rosas y lirios,
dadme flores, muchas flores
cualesquiera con tal que sean muchas…
No, ni siquiera muchas flores, decidme sólo

que me daréis muchas flores,
tampoco eso… Sólo escuchadme pacientemente cuando os pido

que me deis flores…
Que esas sean las flores que me deis…
¡Ay, mi tristeza de los barcos que pasan por el río,
bajo el cielo lleno de sol!
¡Mi agonía de la realidad lúcida!
Deseo de llorar absolutamente como un niño

con la cabeza apoyada en los brazos cruzados sobre la mesa,
y la vida sentida como una brisa que me roza el cuello
mientras lloro en esa posición.

El hombre que saca punta al lápiz en la ventana de la oficina
me llama la atención con las manos de su gesto banal.
Que haya lápices y que haya gente que les saca punta en la ventana ¡es tan extraño!

¡Y tan fantástico que estas cosas sean reales!
Lo miro hasta olvidarme del cielo y del sol.
Y la realidad del mundo me da dolor de cabeza.

La flor caída en el suelo.
La flor marchita (rosa blanca tornándose amarillenta)
caída en el suelo…
¿Cuál es el sentido de la vida?

[En Nuevas poesías inéditas, sin fecha. Imagen: Wu Guan Zhong. Traducción de Carlos R. Luis]

jueves, 10 de junio de 2010

Carlos Drummond de Andrade
Búsqueda de la poesía
(en A rosa do povo, 1945)

No hagas versos sobre acontecimientos.
No hay creación ni muerte ante la poesía.
Frente a ella la vida es un sol estático,
no calienta ni ilumina.

Las afinidades, los aniversarios, los incidentes personales no cuentan.
No hagas poesía con el cuerpo,
ese excelente, completo y confortable cuerpo, tan contrario a la efusión lírica.
Tu gota de bilis, tu máscara de gozo o de dolor en lo oscuro son indiferentes.
Ni me reveles tus sentimientos,
que se aprovechan del equívoco e intentan el largo viaje.
Lo que piensas o sientes, eso aún no es poesía.

No cantes a tu ciudad, déjala en paz.
El canto no es el movimiento de las máquinas ni el secreto de las casas.
No es la música oída de paso; rumor del mar en las calles junto a la línea de espuma.
El canto no es la naturaleza
ni los hombres en sociedad.
Para él, lluvia y noche, fatiga y esperanza, nada significan.
La poesía (no extraigas poesía de las cosas)
borra sujeto y objeto.

No dramatices, no invoques,
no indagues. No pierdas tiempo en mentir.
No te enfades.
Tu yate de marfil, tu zapato de diamante,
vuestras mazurcas y supersticiones, vuestros esqueletos de familia,
desaparecen en la curva del tiempo, son inservibles.
No recompongas
tu sepultada y melancólica infancia.
No osciles entre el espejo y la
memoria en disipación.
Que se disipó, no era poesía.
Que se partió, cristal no era.

Penetra sordamente en el reino de las palabras.
Allá están los poemas que esperan ser escritos.
Están paralizados, mas no hay desesperación,
hay calma y frescura en la superficie intacta.
Helos allí solos y mudos, en estado de diccionario.
Convive con tus poemas, antes de escribirlos.
Ten paciencia, si oscuros. Calma, si te provocan.

Espera que cada uno se realice y consuma
con su poder de palabray su poder de silencio.
No fuerces al poema a desprenderse del limbo.
No recojas del suelo el poema que se perdió.
No adules al poema. Acéptalo
como él aceptará su forma definitiva y concretada
en el espacio.

Acércate y contempla las palabras.
Cada unatiene mil caras secretas sobre la neutra cara
y te pregunta, sin interés por la respuesta,
pobre o terrible, que le des:
¿Trajiste la llave?

Repara:
yermas de melodía y de concepto,
ellas se refugian en la noche, las palabras.
Aún húmedas e impregnadas de sueño
corren por un río difícil y se transforman en desprecio.

viernes, 7 de mayo de 2010

Las puertas de la Ley

Franz Kafka (1883-1924)

Ante la Ley hay un guardián. Un campesino se presenta al guardián y le pide que lo deje entrar. Pero el guardián contesta que por ahora no puede hacerlo. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar.

— Es posible — contesta el guardián —, pero no ahora.

La puerta de la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el campesino se inclina para atisbar el interior. El guardián lo ve, se ríe y le dice:

— Si tantas ganas tienes intenta entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón hay otros tantos guardianes, cada uno más poderoso que el anterior. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo soportar su vista.

El campesino no había imaginado esas dificultades; la Ley debería ser accesible para todos, piensa, pero el imponente aspecto del guardián, con su abrigo de piel, su nariz grande y aguileña, su larga bárba de tártaro, rala y negra, lo convencen de que es mejor que espere. El guardián le da un banquito y le permite sentarse a un lado de la puerta. Allí espera días y años. Intenta entrar infinitas veces y suplica sin cesar al guardián. Con frecuencia, el guardián mantiene con él breves conversaciones, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y al final siempre le dice que todavía no puede dejarlo entrar. El campesino, que ha llevado consigo muchas cosas para el viaje, lo ofrece todo, aun lo más valioso, para sobornar al guardián. Éste acepta los obsequios, pero le dice:

— Lo acepto para que no pienses que has omitido algún esfuerzo.

Durante largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se olvida de los otros y le parece que éste es el único obstáculo que lo separa de la Ley. Maldice su mala suerte, durante los primeros años abiertamente y en voz alta; más tarde, a medida que envejece, sólo entre murmullos. Se vuelve como un niño, y como en su larga contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, ruega a las pulgas que lo ayuden y convenzan al guardián. Finalmente su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay menos luz o si sólo le engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un resplandor, que brota inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le queda poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte endurece su cuerpo. El guardián tiene que agacharse mucho para hablar con él, porque la diferencia de estatura entre ambos ha aumentado con el tiempo.

— ¿Qué quieres ahora? — pregunta el guardián —. Eres insaciable.

— Todos se esfuerzan por llegar a la Ley — dice el hombre —; ¿cómo se explica, pues, que durante tantos años sólo yo intentara entrar?

El guardián comprende que el hombre va a morir y, para asegurarse de que oye sus palabras, le dice al oído con voz atronadora:

— Nadie podía intentarlo, porque esta puerta estaba reservada solamente para ti. Ahora voy a cerrarla.