en el rocío de la mañana,
sucio y fresco, el melón embarrado.
(Basho)

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la sensación de tocar con los dedos
lo que no tiene realidad —
una pequeña mariposa.
(Buson)

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Peter Bichsel*
Una mesa es una mesa

[En Kindergeschichten (Historias de niños), Colonia, 1966. Traducción de Carlos R. Luis]


Quiero contarles sobre un viejo, sobre un hombre que no dice una sola palabra, que tiene un rostro cansado, demasiado cansado como para sonreír, para enojarse. Vive en un pueblito, al final de la calle o cerca del cruce. No vale la pena describirlo, casi no se diferencia de los otros. Lleva una gorra gris, pantalones grises, un saco gris y, en invierno, un abrigo gris.

En el piso de arriba de la casa está su pieza; tal vez estuvo casado y tuvo hijos, tal vez vivió antes en otra ciudad. Seguro fue niño alguna vez, pero en un tiempo en que los niños eran vestidos como adultos. Así se lo ve en el álbum de fotos de la abuela. En su pieza hay dos sillas, una mesa, una alfombra, una cama y un ropero. Sobre una mesita hay diarios viejos y el álbum de fotos, en la pared cuelga un espejo y un cuadro.

El viejo hacía un paseo por las mañanas y un paseo por la tarde, cambiaba unas pocas palabras con sus vecinos, y al anochecer se sentaba en su silla.

Era siempre igual, también los domingos era así. Y cuando este hombre se sentaba junto a la mesa oía el tic-tac del reloj, siempre el tic-tac.

Entonces vino un día especial, un día de sol, no caluroso, no demasiado frío, con cantos de pájaros, con personas amables, con niños que jugaban. Y lo especial era que todo eso al hombre, de repente, le gustó.

Pensó: “Ahora todo va a cambiar.” Desabrochó el primer botón de la camisa, se quitó la gorra, apresuró el paso, hasta balanceó las rodillas al andar. Llegó a su calle, saludó con la cabeza a los niños, entró en su casa, subió la escalera, sacó la llave del bolsillo y abrió la puerta.

Pero en la pieza todo estaba igual, una mesa, dos sillas, una cama. Y cuando se sentó oyó de nuevo el tic-tac, y toda la alegría se le fue, pues nada había cambiado.

Le dio una enorme rabia.

En el espejo vio cómo su cara se ponía roja, vio cómo sus párpados se apretaban; después sus manos se cerraron en dos puños, las levantó y golpeó con ellas sobre la mesa, primero un golpe, luego otro, mientras gritaba y gritaba:

“¡Tiene que cambiar, tiene que cambiar!

Y ya no oyó el tic-tac. Las manos le dolían, la voz le fallaba, entonces volvió a oír el reloj, y nada cambiaba.

“Siempre la misma mesa”, dijo el hombre, “las mismas sillas, la cama, el cuadro. Y a la mesa le digo mesa, al cuadro le digo cuadro, la cama se llama cama, y a la silla se le dice silla. ¿Pero por qué?” Los franceses llama lit a la cama, a la mesa table; dicen al cuadro tableau y a la silla chaise y se entienden. Y los chinos también se entienden.

“Por eso la cama no se llama cuadro”, pensó el hombre y sonrió, después rió, rió hasta que el vecino golpeó en la pared y gritó “¡silencio!”.

“Ahora va a cambiar” gritó él, y en adelante dijo “cuadro” a la cama.

“Tengo sueño, me voy al cuadro”, dijo, y a la mañana se quedó un largo tiempo en el cuadro y pensó cómo llamaría ahora a la silla, y la llamó “reloj”.

Se levantó, se vistió, se sentó en el reloj y apoyó las manos en la mesa. Pero la mesa ya no se llamó mesa, se llamó alfombra. Así, de mañana el hombre dejó el cuadro, se vistió, se sentó junto a la alfombra, sobre el reloj y pensó cómo llamaría a cada cosa.

La cama se llamó cuadro.
La mesa se llamó alfombra.
La silla se llamó reloj.
El diario se llamó cama.
El espejo se llamó silla.
El reloj se llamó álbum.
El ropero se llamó diario.
La alfombra se llamó ropero.
Al cuadro le dijo mesa y al álbum de fotos, espejo.

Entonces: de mañana el viejo se quedó más tiempo en el cuadro, a las nueve sonó el álbum, el hombre se levantó y se paró en el ropero para no tener frío en los pies, después sacó su ropa del diario, se vistió, se miró en la silla de la pared, se sentó en el reloj junto a la alfombra y hojeó el espejo hasta que encontró la mesa de su madre.

Eso le pareció divertido y practicó todo el día y fijó las nuevas palabras. Ahora todo tenía otro nombre: él ya no era un hombre sino un pie, y el pie era una mañana y la mañana un hombre.

Ahora ustedes podrían seguir solos con la historia. Y podrían, como lo hizo el hombre, cambiar también las otras palabras:

sonar quiere decir pararse,
tener frío quiere decir mirar,
acostarse, sonar,
sentarse, tener frío,
pararse, hojear.

De modo que: de hombre el viejo pie sonó largo tiempo en el cuadro, a las nueve se acostó el álbum, el pie tuvo frío y se hojeó en el ropero, para no mirar en las mañanas.

El viejo compró cuadernos azules y los llenó con las nuevas palabras, con lo cual tuvo mucho que hacer y se lo vio muy poco en la calle.

Después aprendió las nuevas designaciones de todas las cosas y se olvidó cada vez más de las correctas. Ahora tenía un nuevo lenguaje, que sólo a él pertenecía.

De cuando en cuando soñaba en el nuevo lenguaje, y se traducía a su idioma las canciones de la época de la escuela y se las cantaba a sí mismo en voz baja.

Pero pronto se le hizo difícil la traducción, había casi olvidado su antiguo lenguaje y tenía que buscar las palabras correctas en sus cuadernos azules. Y tenía miedo de hablar con los otros. Debía pensar mucho para recordar cómo llama la gente a las cosas.

A su cuadro la gente llama cama.
A su alfombra la gente llama mesa.
A su reloj la gente llama silla.
A su cama la gente llama diario.
A su silla la gente llama espejo.
A su álbum la gente llama reloj.
A su diario llaman ropero.
A su ropero, alfombra.
A su mesa llaman cuadro.
A su espejo, álbum.

Y llegó al punto de que el hombre se reía cuando oía hablar a la gente.

Sólo podía reírse cuando oía decir a alguien: “¿Vas mañana al partido?” O cuando alguien decía: “Ya hace dos meses que llueve.” O cuando oía: “Tengo un tío en América.”

Sólo podía reírse, porque no entendía nada. Pero esta no es una historia divertida. Empezó triste y termina triste.

El viejo del abrigo gris ya no podía entender a la gente, eso no era tan terrible.
Mucho peor fue que ellos ya no podían entenderle.
Y por eso no dijo más nada.
Callaba,
sólo hablaba consigo mismo,
ya no volvió a saludar.


* Lucerna, Suiza, 1935.