en el rocío de la mañana,
sucio y fresco, el melón embarrado.
(Basho)

****
la sensación de tocar con los dedos
lo que no tiene realidad —
una pequeña mariposa.
(Buson)

jueves, 8 de abril de 2010

Dalton Trevisan*
UNA VELA PARA DARÍO
[En Vozes do retrato. São Paulo, 1991. Traducción de Carlos R. Luis]

Darío viene apresurado, paragua en el brazo izquierdo. Cuando dobla la esquina disminuye el paso hasta parar, se apoya en una pared. Resbala por ella, queda sentado en la vereda, todavía húmeda de lluvia. Apoya en el suelo la pipa.
Dos o tres que pasan a su lado indagan si no está bien. Darío abre la boca, mueve los labios. No se oye respuesta. El señor gordo, de blanco, dice que debe sufrir un ataque.
Se recuesta un poco más, extendido en la vereda, la pipa se apagó. El muchacho de bigote pide a los otros que se aparten y lo dejen respirar. Le abre el saco, el cuello, la corbata y el cinto. Cuando le sacan los zapatos, Darío ronca feo, burbujas de espuma le surgen en los costados de la boca.
Cada uno que llega se para en puntas de pie, no lo puede ver. Los que viven en esa calle conversan de una puerta a otra, los chiquitos en pijama acuden a las ventanas. El señor gordo repite que Darío se sentó en la vereda soplando el humo de la pipa, apoyaba el paragua en la pared. Pero no se ve paragua o pipa a su lado.
La viejita de cabeza gris grita que está muriendo. Un grupo lo arrastra hasta el taxi de la esquina. Ya la mitad del cuerpo en el auto, protesta el taxista: ¿quién va a pagar el viaje? Coinciden en llamar a la ambulancia. Darío es llevado de vuelta y apoyado en la pared; no tienen los zapatos ni el alfiler de perla en la corbata.
Alguien menciona la farmacia en la otra cuadra. No cargan a Darío más allá de la esquina; la farmacia a una cuadra y, además, muy pesado. Lo dejan en la puerta de una pescadería. Enjambre de moscas que le cubre la cara sin que haga un gesto para espantarlas.
El café ahí cerca ocupado por las personas interesadas por el incidente y, ahora, comiendo y bebiendo gozan de las delicias de la noche. Darío tranquilo y atravesado en el umbral de la pescadería, sin el reloj-pulsera.
Un tercero sugiere que le revisen los papeles, retirados –con varios objetos– de sus bolsillos y alineados sobre la camisa blanca. Se enteran del nombre, edad, fecha de nacimiento. La dirección en la billetera es de otra ciudad.
Se registra una corrida de unos docientos curiosos que a esa hora ocupan toda la calle y las veredas; es la policía. El auto negro empuja a la multitud. Varias personas tropiezan con el cuerpo de Darío, pisoteado diecisiete veces.
El agente se acerca al cadáver, no puede identificarlo: los bolsillos vacíos. Queda en la mano izquierda la alianza de oro que él mismo –cuando vivo– sólo se sacaba con agua y jabón. La policía decide llamar al furgón.
La última boca repite Se murió, se murió. La gente comienza a dispersarse. Darío tardó dos horas en morir, nadie creía que estuviese en el fin. Ahora, a los que alcanzan a verlo, todo el aire de un difunto.
Un señor piadoso dobla el saco de Darío para apoyarle la cabeza. Le cruza las manos sobre el pecho. No consigue cerrar ojos ni boca, donde la espuma desapareció. Sólo un hombre muerto y la multitud se dispersa, las mesas del café quedan vacías. En la ventana algunos vecinos con almohadas para descansar los codos.
Un chico de color y descalzo viene con una vela, que enciende junto al cadáver. Parece muerto hace muchos años, casi el retrato de un muerto descolorido por la lluvia.
Se cierran las ventanas una por una. Tres horas después ahí está Darío a la espera del furgón. La cabeza ahora en el suelo, sin el saco. Y el dedo sin la alianza. El trozo de vela se apaga con las primeras gotas de lluvia, que vuelve a caer.
* Curitiba, Brasil. 1925.

jueves, 1 de abril de 2010

IX Jornadas Internacionales Borges y los otros. Buenos Aires, 25 al 27 de agosto de 2009

Los lenguajes del alba
Sobre la práctica filológica de Jorge Luis Borges

Carlos R. Luis
Facultad de Filosofía y Letras, UBA

Hay dos maneras de ver lo filológico en la obra de Borges. De un modo más general, es un trabajo con la palabra que la hace poseedora de un secreto, el secreto que el lenguaje oculta en sus empleos rutinarios. Las palabras, en efecto, tienen una biografía que el uso comunicativo prefiere ocultar para cumplir su función de referir al mundo. Pero la pasión filológica puede descubrir estratos olvidados de significado y de forma, puede revelar el tránsito de un vocablo a través del tiempo, lo que una palabra fue en sus vidas anteriores, atravesando tiempos y guardando o perdiendo una identidad en ese recorrido.
La prosa borgeana se construye muchas veces extrayendo los frutos de este saber filológico: el efecto puede ser la sorpresa, la originalidad: en todos los casos la opacidad; pero una opacidad que, misteriosamente, lejos de obstruir el sentido, se transforma ella misma en sentido.
Pero Borges fue también filólogo de oficio. Dedicó muchos años al estudio del anglosajón. Una parte de ese estudio pasó a sus cuentos y poemas; una parte se volcó en sus traducciones de textos medievales, ingleses e islandeses; y sobre todo, en su trabajo de profesor.
El interés filológico pudo haber entrado en la vida intelectual de Borges en tiempos de su educación europea. En la Europa de las primeras décadas del siglo XX aún estaba viva la tradición de estudios del texto iniciada en la época alejandrina, cuya tarea fue fijar los textos, detener su incesante variación. Siglos después, con la imprenta se dio una renovación de la filología por obra de los eruditos del Renacimiento. Más tarde se descubrió la historicidad de la palabra y así hubo otro renacer de la ciencia textual en el XIX, el gran siglo historicista.
Homero llamó sémata lygrá –en su única mención de la palabra escrita: signos fatídicos. En el canto VI de la Ilíada se cuenta que alguien es mandado a llevar unas tablillas que contienen un grafo indescifrable para el portador. Es un mensaje secreto que decía: muerte al portador de este signo. Porque lo escrito puede trasportar el conocimiento y la luz, pero también hacerse oscuro hasta ocultar en su misterio posibilidades impensables. ¿Qué mejor auxiliar para un escritor de ficciones? Sólo se trata de proyectar lo que es de la letra a otros objetos; de ahí los clásicos objetos borgeanos, que pueden ser intrigantes metáforas de la letra. Y qué decir cuando el libro es metáfora del libro, qué decir cuando el mundo es metáfora del libro o cuando el libro es metáfora del mundo.
Decía arriba que el trabajo de Borges como filólogo tiene dos aspectos. De ellos, uno casi involuntario determina la estructura de muchos cuentos. Lönrot, el detective de “La muerte y la brújula”, es un improvisado filólogo. La trama de “El jardín de senderos que se bifurcan” reposa en la lectura de un término oculto en su evidencia. El segundo aspecto, el estudio de la lengua anglosajona aparece como tema en el cuento “El soborno” (El libro de arena); aquí la filología es el métier de los personajes. Es una historia de rivalidades académicas que vinculan a tres especialistas en anglosajón. Me detendré en este relato porque en él hay un “pretexto”, si se me permite hacer una vez más el juego con esta palabra: el pre-texto, lo anterior a él, es el vastísimo saber de Borges sobre esa lengua; y también porque la intriga académica queda como pretexto para dar a conocer las tesis borgeanas sobre la literatura anglosajona.
Dos obras que allí se mencionan, el fragmento de Finnsburh y la balada de Maldon tienen preferencia, dentro del corpus anglosajón, en el juicio de Borges. Ambas refieren batallas y exaltan la valentía y el coraje. El primer texto se sitúa en tierras escandinavas, refiere la defensa heroica de un grupo de daneses (jutos) ante un ataque sorpresivo y vengativo de los frisios, que habían fingido darles hospitalidad en el palacio real. El otro, la balada, muy posterior, atestigua la permanencia del estilo épico, despojado; “realista” en el sentido de que no está poblado de monstruos y dragones, sino que presenta temas creíbles. Maldon, la batalla, ocurre en tierra de los sajones de Inglaterra, y relata la resistencia de milicianos ante un desembarque de vikingos y su posterior victoria sobre los sajones. De este texto a Borges le han interesado lo que él llama “rasgos circunstanciales”, los encuentra novedosos y raros en la literatura medieval que, como explica en sus clases, tendía a la abstracción de los detalles en pro de lo genérico.
Así, cuando en 1970, en el prólogo a El informe de Brodie, Borges anuncia un cambio en su escritura, de lo genérico y universal a lo particular “realista” (en sus propias palabras), recurre una vez más al ejemplo de la balada. “Mis cuentos son realistas –dice–, abundan en la requerida invención de hechos circunstanciales, de los que hay ejemplos espléndidos en la balada anglosajona de Maldon y en las ulteriores sagas de Islandia”.
Otro rasgo de estos textos heroicos es reflejar hechos históricos, no inventados, y ser obra de gentes cercanas a los hechos, cuando no testigos. La saga de Beowulf, el tercer texto mencionado en aquella contienda de filólogos norteamericanos, es un texto poco afín al gusto y estética borgeanos. La supone escrita por un clérigo. Anterior a los otros dos poemas, responde a un gusto por la erudición: tiene rasgos latinizantes y un estilo que con sus inversiones y complejas metáforas parece más destinado al entretenimiento de una audiencia culta. Beowulf no es un guerrero batallador, es un luchador individual y jactancioso que se enfrenta con un ogro, con la madre del ogro y, finalmente, con un dragón.
Esta visión del Beowulf por parte de Borges tiene algo de desafiante. La filología del siglo XIX estuvo a menudo al servicio de causas patrióticas. La legitimación de los nuevos estados nacionales llevó a hacer la historia de las respectivas lenguas vernáculas. La mirada de los filólogos se concentró en los textos fundadores, el Cid, Rolando, los Nibelungos, las Edas… Y el Beowulf tenía aún ese lugar de objeto venerando cuando Borges lo estudia.

El Borges filólogo es, a mi juicio, el Borges estudioso del anglosajón. La marca que imprimió a la filología fue abordar los textos no con la erudición de los personajes del referido cuento, no con la busca de logros académicos ni con el respeto sagrado hacia los textos fundadores. Esa marca es, creo, la de una curiosidad hedonista de la literatura. Esto le permitió sobrellevar la soledad del tema. “Mis incursiones en el antiguo inglés han sido enteramente personales y por eso penetraron en varios de mis poemas. (…) el anglosajón es para mí una experiencia tan personal como mirar un atardecer o enamorarme.” Así decía en 1970, en la “Nota Biográfica” dictada para la revista The Newyorker.
Un grupo de ex-alumnos acompañamos a Borges en su seminario de anglosajón que dictó en el Instituto de Literatura Inglesa; en mi caso entre 1960 y 1964, aunque las reuniones habían empezado unos años antes. Digo dictó, pero no es esa la palabra justa: allí se creaba la atmósfera de aprender junto con el maestro (si eso era posible). Nos encontrábamos los sábados por la mañana. Estudiábamos con medios precarios. Había pocos textos específicos y ningún diccionario bilingüe: nos arreglábamos con la parte histórica de las entradas del Oxford y del Webster. Un detalle de “El soborno” nos recuerda esto: “(Winthrop) estaba compilando una obra muy útil para la germanística: un diccionario inglés-anglosajón que ahorrara a los lectores el examen, muchas veces inútil, de los diccionarios etimológicos.” Trabajamos al principio con un único ejemplar del Anglo-Saxon Reader de Henry Sweet, al tiempo Borges hizo traer copias para todos…
Recuerdo esto: “Que por mí mismo pueda contar cosas verdaderas” [maeg ic be me sylfum sodgied wrecan]. Era el primer verso del poema “El navegante”, del cual recuerdo también otro verso, el cuarto: bitre breostceare gebiden haebe; amargas angustias he soportado. ¿Cómo no tener la alegría de descubrir que en breosceare están breast y care?
Estos fueron los comienzos. De ellos habla en un poema de 1960, “Al iniciar el estudio de la gramática anglosajona” (en El hacedor):
(…) El sábado leímos que Julio el César / Fue el primero que vino de Romeburg para develar Inglaterra; / Antes que vuelvan los racimos habré escuchado / La voz del ruiseñor del enigma / Y la elegía de los doce guerreros / Que rodean el túmulo de su rey. / Símbolos de otros símbolos, variaciones / Del futuro inglés o alemán me parecen estas palabras / Que alguna vez fueron imágenes / Y que un hombre usó para celebrar el mar o la espada; / Mañana volverán a vivir, / Mañana fyr no será fire sino esa suerte / De dios domesticado y cambiante / Que a nadie le está dado mirar sin un antiguo asombro. / Alabado sea el infinito / Laberinto de los efectos y de las causas / Que antes de mostrarme el espejo / En que no veré a nadie o veré a otro / Me concede esta pura contemplación / De un lenguaje del alba.
Aquí se declara la dicha de descifrar aquella antigua lengua pero aún por referencia a la moderna y al conocimiento de su origen (“del futuro inglés o alemán me parecen…”). En esta misma línea, hacia 1958, Borges agrega al volumen Poesías el poema “Un sajón”. De un hombre de los que desembarcaron en Inglaterra en 449 dice: “Traía las palabras esenciales / De una lengua que el tiempo exaltaría / a música de Shakespeare /. Y termina: “En arduos montes y en abiertos llanos, / Sus hijos engendraron Inglaterra.” /.
Mencioné como un rasgo de la filología decimonónica el interés por esclarecer los orígenes de las lenguas vernáculas de Europa estudiando sus primeros documentos. Pero si ese fue un comienzo también para Borges, su relación de con el idioma de los sajones fue cambiando hasta encontrar un destino. Para él, el anglosajón fue ganando autonomía respecto del inglés de hoy.
Viene a propósito mi recuerdo de los comentarios que le suscitó en el seminario el poema “The grave” (La sepultura). Se trata de una elegía sobre la muerte; en ella están muchos de los lugares comunes sobre el tema. Pero Borges señalaba una ausencia: la de un más allá, la de trascendencia, aun cuando el poema, muy tardío, se supone escrito después de la cristianización de las Islas. Admiraba la rudeza de esa visión casi materialista de la muerte; y, por otro lado, la falta del lirismo melancólico que encontraremos, por dar un ejemplo, en las dos canciones nocturnas, de Goethe sobre ese tema. Borges dice en sus clases de literatura: “… ninguna referencia a la esperanza del Cielo o del temor al Infierno. Es como si el poeta sólo creyera en la muerte física…”.[1] Estaba buscando lo propio de aquel mundo para dejar de verlo como una mera etapa hacia otra cosa. Esta idea, como tantas otras que parecían surgidas espontáneamente de las lecturas, reaparecen en sus escritos sobre la antigua literatura inglesa y, desde luego, en sus clases.
Le importa, sin duda, la historia de la lengua, y su mirada está influida por el historicismo que caracterizó, como decíamos, los estudios filológicos del siglo XIX. Pero lo propiamente borgeano también está presente y traspasa el nivel de una simple reconstrucción. En escritos posteriores se percibe que Borges empieza a ver aquel pasado como el presente que alguna vez fue. Ve también en ese proceso de varios siglos el núcleo resistente de la lengua y la identidad de los sajones, un núcleo de hábitos y creencias que persiste incluso frente al dominio cristiano (lo vimos en la “Elegía”) y un núcleo lingüístico estable –aun admitiendo las marcas de los contactos en un espacio de confluencia de lenguas y culturas– que perdura un tiempo más allá de la batalla de Hastings y los normandos. A la metáfora del alba, que sugiere sólo inicio, que supone un mediodía de esplendor (y, quien sabe, también un ocaso) para la lengua inglesa, le seguirá otra, la del tesoro: el oro antiguo, la cámara secreta[2] que, para su dicha, le fue dado descubrir.
Vuelvo, para terminar, al citado poema de 1960 “Al iniciar el estudio…”. Bien mirado, ese texto anticipa su visión futura del anglosajón como un tesoro oculto y cerrado. Las antiguas palabras volverán a vivir, fyr ya no será fire, fyr referirá a otro fuego, único, el que vieron y maravillaron aquellos hombres, aquellos hablantes de una ruda “lengua de hierro”, los que al desaparecer hicieron que el mundo fuera más pobre.


[1] En la p. 111 del curso de Literatura Inglesa, Borges profesor, editado por M. Arias y M. Hadis, Buenos Aires, 2000.
[2] Las dos metáforas pertenecen, respectivamente, al prólogo de la Breve antología anglosajona y a la citada “Biographical Note”.